Yo fui una niña feliz, pero también
fui una niña infeliz. Mamá y Papá eran pacientes y muy amorosos, tenía algunas
responsabilidades “extras” de hermana mayor, pero disfrutaba mucho de “sentirme”
responsable y saber que podía abrazarlos apretado y consistente; los besos eran
nuestros modo de decir a cada rato “te quiero”; pero ir a la escuela era muy difícil.
En segundo año de primaria, me enamoré perdidamente de un amigo al que su mamá
vestía de mujer, y a ambos nos gritaban muchos insultos. A él –decían- por ser
gay y mí por gorda. Soñábamos en aquella época en que nos “casaríamos” para
huir de ese mundo hostil y ante la imposibilidad, leíamos por horas “el libro
de oro de los niños” para recrearnos un mundo distinto, pues ese en el que estábamos
dolía mucho. Ahí aprendí a llorar, aprendí a entender la vulnerabilidad del otro,
al que sus sonrisas y juegos no le fueron suficientes.
No tenía o no recuerdo, amigxs
entrañables en ésta época, sólo dos chicas que me rondaban por etapas; la
primera de ellas, se reía a carcajadas cuando azotaba una y otra vez en el “resorte”; la otra, que se hizo novia
al otro día de que le presentará al que en aquella época llamaba “el hombre de
mi vida”. Si he de confesarlo, hablaba así, en tan horrorosos términos.
Luego en cuarto y para rematar en sexto de
primaria era un rehén convencional del “amor romántico”, y aquellos chicos por
los que mis ojos suspiraban, se acercaban muy amistosos –claro- cuando les pasaba la tarea o les soplaba el examen,
pero no cuando salíamos al patio, ahí aprovechaban para decir en coro el apodo
que un niño de nombre Francisco en sexto me puso, precisamente y a propósito de que le “confesara”
que no me gustaba que me dijeran gorda, por lo que opto en aconsejar a sus
amigos y gritar en conjunto: “Keiko la ballena, te espero en reino
aventura”.
Y que decir de la maestra de
sexto, que siempre nos hablaba de la “monstruosidad” de la menstruación, nos
separaba a niños y niñas, para hablar de lo “triste e inevitable del sexo” y a
la hora de educación física, me sentaba varias horas en las gradas, sin poder
correr. Al preguntar el por qué sólo
contestaba: “tienes asma mi vida, y eso te hace invalida”. Por ello mi apodo de
Keiko, creció.
Después a los doce años, una
historia compartida de abuso en el que un primo mayor quiso ser el protagonista,
de la que ahora no hablaré.
Sin embargo, no me sentía con
derecho a la queja, a la congoja, había una compañera que llegaba con la marca
de la plancha en el brazo, porque su mamá la había encontrado comiendo dulces;
había otro que nos molestaba a todxs eructando “consomé de pollo” pero era su
modo de divertirse después de trabajar todas las mañanas como jornalero con su
papá, abandono la escuela en quinto año; había una chica que envidiaba mucho
por bonita, porque a los primeros púberes ya les movía el gran tapete de la
ilusión, pero fue a la ceremonia de despedida de sexto con su “panza” de embarazada
y mucho tiempo después nos enteramos, que su padrastro la violaba y ante la
llegada del hijo, la mamá la había corrido de casa.
Esa es parte de la infancia que
viví, también mediatizada, patriarcal y mercantil. Añoraba las barbies y veía
Candy Bell, mi madre y padre, nos regalaban “juegos de té para la comidita” y “hermosas
muñecas” todo ello con la mejor intención, creían “consentirnos” pero de modo inconsciente
hacían trabajo de adoctrinamiento para el mundo venidero, a veces jugaba, a
veces no. Me parecía injusto que allá afuera, hubiese niñxs sin juguetes, sin
papás, sin brincos locos, me enojaba mucho que se hiciera constantemente chistes
a costa de las niñas, no entendía porque si todos los niñxs éramos iguales,
unos tenían casa y otros no, y vivía indignada porque pensaba que el mundo de
adulta que me esperaba podía parecerse al de Ana Frank, a la que le lloraba
muchas noches. Ya tenía en ciernes una pequeña Mafalda, pero todavía era tímida
y en mis grandes trenzas y lentes apenas se asomaba todavía en voz bajita que
decía: algún día voy a cambiar todo esto que no me gusta.
Aún estoy lejos, muy lejos de
cambiar eso que no me gusta del mundo (y que soberbia pretender hacerlo sola),
pero ya hoy me he reconciliado con mi mundo (y no es por nada, pero a veces
está re chulo), pero particularmente con esa niña que tenía culpa y timidez,
con esa niña que le daba mucha pena que le pudieran ver los calzones, ya me
reconcilie con mi Dianita, y a ella hoy abrazo con mucha fuerza.
Salud!
p.d Aún me encanta Heidi y sigo
siendo la cabrita, pero ahora sí vomito sobre los príncipes y las princesas.