martes, 18 de marzo de 2008

LA LITERATURA FRANCESA, MI CUERPO Y EL LIBRO DE MIS GANAS

La literatura francesa, mi cuerpo y el libro de mis ganas

Presenta: Diana Marina Neri Arriaga.

Hoy tengo el cuerpo libre, las alas abiertas y el sexo relajado, algunas palabras, algunos murmullos lentitos y sin prisa, marcan sus ecos en los pliegues de mi ombligo.

A modo del maestro Michel Foucault diré: “Mas que tomar la palabra hubiera preferido verme envuelto en ella, transportado más allá de todo posible inicio”.[1]

Y es que ahora las palabras me susurran de manera distinta, se niegan a “organizarse en un discurso” o a tejer disertaciones esas… que van marinadas de alguna frase celebre y/o la conmemoración de algún autor.

Es sencillamente la risa de recuerdo la que me colma y me permite compartir esta desnudez, las ganas de aquellos bailes cargados de opio, de un cafecito chiapaneco o de algún alipuz que seguramente me bebí y les robe a algunos literatos franceses que no solo leí, sino que ellos, -algunos cautelosos, algunos como bandidos en fuga- se insertaron en mis retozos y en mis ansias contándome, tantas historias de mi misma.

¿Por qué no hacer de la locura un canto?

De pronto la lectura de algún texto corre por mi cuerpo cadenciosamente y como agua rebelde me dibuja paisajes en el terreno de alguna evocación que juguetea entre mis senos. Con Gilles de Rais, mi cabeza rodó entre los palacios y las llagas abiertas de mi vientre se lamieron hasta el éxtasis; con el Marqués de Sade tuve que acceder a vivirme como cuerpo maquina, cuerpo excretado, desacralizado y extrañamente atornillado a una cabeza impasible que programa sus actividades y monopoliza su goce, por ello cuando llego a mi vida Pauline Reage y la historia de su O, fueron el paso de mis días dedicados a Rene y al implacable Sir Sthepen, quienes nos enseñaron que Roissy es mucho más que un espacio para los procaces jugueteos, sino una revelación que nos permite entender las extremaduras del amor, donde el goce va más allá del dolor de la carne, sino de la dolorosa complicidad del deseo.

Ya con Catherine Millet, ser empalmada y frotada con una pala enhiesta fue delicioso siempre y cuando hubiera un buen lubricante.

Leer es tocar espacios incognoscibles del lenguaje, aventurarse a vivir en el silencio más pleno, en el ruido más claro, en la palabra colmada.

Hace frío y tengo el cabello suelto, tengo un peso mayor que mis fuerzas y siento claramente que mi boca me habla, me habita como sombra viscosa haciéndome ver entre los desiertos a Anais Nin, porque compañera, yo también estuve cuando amaste a tu padre y le dijimos no a tú hijo, juntas revolvimos cenizas y con el belfo de nuestros fantasmas lamimos la pena, explorando con Miller el amor libre y el delirio de una June que provoco el suicidio de mis hormigas.

Lo lúdico y lo trágico, la superficie y su profundidad, son siempre bordes que me tocan y se me antojan como abismos donde Lautremont, Baudelaire, Rimbaud, Blanchot y Mallarmé me encontraron como madeja de voces que se desparraman ante la volcadura en el asomo del otro; esos subversivos de la lengua que como faunos insaciables se devoran los fragmentos del mundo sin saborearlos siquiera; por ello, así juntos clamamos por el caos, hacemos de la carne nuestra nueva resurrección.

Con Artaud requiero la posibilidad ritual de hablar con nuestro cuerpo y con ello sublevar al principio del sujeto, contar con otra voz que traspase el lenguaje y así intentar insubordinar al propio código de la lengua. ¿Será posible?

Muchos autores han afirmado que es posible romper el cerco del sentido mediante la irrupción en los dominios prohibidos del sueño, el inconsciente y el sexo. Precisamente en el sexo, o dicho propiamente –en el erotismo- se liberan las vastas regiones de la experiencia exiladas en las profundidades de la realidad.[2]

Y es en este rompimiento cuando se accede al encuentro con el “otro”, con todas las posibilidades dialógicas y eróticas que de una y otra forma te conducen aún sin buscarlo ni desearlo (con toda la delicia que ello implica) al desbordamiento, al caos, y por supuesto fuera de todo dispositivo de orden y autocontrol. No puedo establecer rupturas epistemológicas que llenen de coherencia y racionalidad a mis acciones. De este modo, el universo que me posee, es un universo lleno de ritmos contrarios, que a veces se interpretan como disímbolos, alternantes y complementarios. Pero por ello clamó por la continua y ansiada recreación, invocación y convocación del tiempo original. Cada vez que los amantes se encuentran, se proclama por el retorno del tiempo original que permite conocer a un “otro” que probablemente no sea el de ayer, ni el de hace cinco minutos, pero es un “otro” que desea estar ahí, que pone su universo abierto, que se desnuda.

Y con el otro también viene la pérdida, de ahí que intento comprender el concepto de: “sólo el dolor hace consciente la pasión y por ello se ama el sufrimiento” frase que nos ha heredado el romanticismo de occidente y que con Roland Barthes sostengo que donde hay herida hay sujeto y cuanto más abierta la herida, en el centro del cuerpo (en el corazón) más sujeto deviene el sujeto: porque el sujeto es la intimidad.

Me atrevo también a nombrar a Kristeva, y postular que lo íntimo es lo más profundo y lo más singular de la experiencia humana.

Al intentar verbalizar el discurso amoroso, pudiésemos coincidir que se trata de uno de los estados emocionales más profundos y enigmáticos de la vida de cualquier ser humano. Hoy sabemos que el amor –visto desde nuestra mirada occidental- va más allá de un fenómeno que se entrelaza de manera muy profunda con todas las instancias del psiquismo, que constituye me atrevería a decir una de las categorías ontologicas del sujeto.

Dice Barthes:
Tal es la herida de amor: una apertura radical (en las raíces del ser), que no llega a cerrarse y por la que el sujeto fluye, constituyéndose como sujeto en este fluir mismo. Cada amor posee su propia historia (lo que no significa, forzosamente que tenga que ser una historia individual, única e incomparable). Deberá tener, eso sí, un principio y un fin, y entre ellos el transcurrir de un proceso con momentos de elevación y retroceso, en el cual cambia la relevancia del esquema diferencial.[3]

Por ello me la paso inquiriendo, rascando, desplegando interrogantes: ¿por qué soy?, ¿qué presencia significante establezco en el cuerpo de la lengua?, ¿que significa mi presencia en la presencia/ausencia del otro? Interrogantes que son historias amorosas enhebradas sobre la costra del cuerpo, y tengo muchas laceraciones en el alma.

Este es uno de los argumentos entonces por el que soy desborde, palabra en movimiento, estado de ánimo variante. Creo que en toda historia lo deseemos o no, sea el tiempo o no, hay momentos de heridas, de corte, de esa cosa dolorosa que somos “yo y el otro”, uno y otra cosa, uno y otro sujeto.

Para Bataille el amor, el goce desemboca en la muerte, y es la muerte lo que nos permite volver a nacer. Así, el amor es simultáneamente revelación del ser y de la nada, no una revelación pasiva que se hace y deshace ante nuestros ojos, sino que se construye como posibilidad, como significado y significante, como símbolo, creación y rito, como mito de lo sagrado.

Entonces, como parte del rito, me ofrendo al otro, totalmente sangrante, con una vulva expuesta, adolorida y vulnerable.

La creación es una resurrección amorosa, la escritura del cuerpo y el cuerpo de la escritura es desde mi parecer una comunicación profunda con el otro. Por ello, en la experiencia amorosa, podemos en el instante desgarrar la noción de un cuerpo cerrado y quedar abiertos, indefensos, poniendo en juego la existencia misma.

Percibida con deleite, la carne humana es mórbida, dúctil, húmeda, elástica, afelpada y aromática; pero es también el reino de los placeres efímeros, de las sensaciones inciertas, de poderosos estímulos que al mismo tiempo que nos exaltan, nos afligen o desconciertan. De ahí el temor ante sus apetitos y dolencias, así como ante sus súbitos raptos y derrumbes: en la carne bulle la vida y se fermenta la muerte.

Baudelaire afirmó que era indispensable que imagináramos todo, especialmente lo prohibido, para librarnos de las ataduras de la ignorancia, pues no podemos permitirnos (al menos eso creo) ignorar la vida, obviar nuestra propia existencia.

El ojo de Bataille nos observa desde la mirilla de la puerta de nuestra reposada conciencia moderna; cada acto, gesticulación, palabra o reflexión son objeto de la inquisitiva mirada del bibliotecario de Orléans. Así, ante la voyeurista delectación por la masturbación ajena, asistimos a las nupcias de lo abyecto y lo absurdo, por eso el no saber asistemático y genial de Bataille se ríe en nuestra cara de todas nuestras cartesianas certezas.

Hoy solo me queda el escarceo doloroso de unos dientes fugitivos sobre mi nalga.

Breton, Bataille, Lacan, Klossowski, Anais Nin, Barthes, Artaud, Genet, Sastre, Foucault, con ellos cuestione, señale, me rebele y como respuesta lasciva me llegó una noche sin piernas, y narró presurosa el rumor que clama la rebeldía del Mayo de aquél 68 del prohibido / prohibir, o los girasoles cercenando los tréboles del noviembre de hoy, con esos jóvenes de abrazo a la utopía, que se organizan y horizontal y colectivamente nos enseñan que aún es posible la imaginación al poder. Se saben libres y en resistencia, poseen un cuerpo con ganas que huye siempre de la desolladura de un tiempo siniestro que nos quiere volver a todos viejos.

Nos pretender saturar el cuerpo, fragmentarlo y venderlo a los mejores postores del mercado, un gadget, una ideología de lo consumible, como dijese Raoul Vanengein: “Romperemos todas las porcelanas del mundo para transformar la vida. Amáis demasiado a las cosas y demasiado poco a los hombres…Amáis demasiado a los hombres como cosas y no lo suficiente al hombre”[4], pero también contra eso podemos resistir y rebelarnos, precisamente con un cuerpo que se trastorna y perturba con la ternura del espanto, para adivinar en la oscuridad, un pedacito de miedo y espuma, una luciérnaga perdida en el amor.

Con esos autores franceses vivo frágil tocando el abismo, con esas lecturas mis manos oscilan ante el viento de la luna para reencontrarme, con estas ganas hoy estoy aquí abriéndoles mis poros, mostrando como me entierro espinas de arena.



Bibliografía:
Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI Editores, México, 1999.
Foucault Michel, El orden del discurso, Siglo XXI editores, México, 1988.
Vaneigem Raoul, Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Anagrama, 2001.


[1] Foucault Michel, El orden del discurso, Siglo XXI editores, México, 1988, p, 56,
[2] Y esto sucede aún cuando en momentos la palabra y el dialogo se reinterpretan con diversos mecanismos y diversas formas según estados de ánimo y experiencias, provocando en el otro malestares o desconciertos, pero el sexo, sigue siendo en sí mismo discurso revelador, discurso que vinculado con el encuentro erótico, se pierde como discurso y me llena por el instante la existencia.
[3] Barthes, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI Editores, México 1987, p, 45.
[4] Vaneigem Raoul, Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Anagrama, p, 286

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