lunes, 19 de julio de 2010

El reino de Silvio



El reino de Silvio
JAIME DE LA HOZ SIMANCA
2010-07-13

tomado de:




Hace algunas semanas lo vi en Valledupar, sentado en la misma maríapalito de hace un año, y también vestido de blanco; pero, ahora con una guayabera de pliegues franceses y un pantalón que parecía de dril cubano.

Y, en verdad, sigue dando la impresión que se alista para salir de cacería. Entonces, además de recordar los viejos diálogos que tuvimos en tardes inolvidables, me ocurrió lo mismo: imaginarlo con la escopeta apuntando a la víctima de turno. Podría estar oculto tras un árbol centenario esperando el movimiento fácil de su presa. O agazapado, listo para el último disparo de la noche.

Uno lo imagina así cuando habla de sus caminatas en medio de la penumbra en busca del animal perdido entre el ramaje.


Y es posible creerle y pensar que se trata de un cazador profesional que aprendió los secretos del arte de la captura en los tiempos en que, adolescente, crecía con el recuerdo de su padre, Silvio como él, y Brito, como sus antepasados extraviados en la jungla de un árbol genealógico que pudo tener sus raíces en Portugal, allá en el borde de Europa, o en Brasil, tierra de otros Brito, cazadores, tal vez, o percusionistas negros de tambores de guerra.
Cuando dice que canta con una voz que es sólo suya, sin imitaciones lejanas ni influencias directas, es posible imaginarlo sobre una tarima diseminando al viento versos rimados, estrofas románticas y metáforas encendidas.
Y si dicen que sí, que es una de las mejores voces del vallenato, entonces usted empieza a tomar en serio a este hombre que mueve sus ojillos mientras recuerda trozos de la canción que aún hoy, seis lustros después, interpreta con el mismo sentimiento de aquellos años: Hace tiempo conocí/ una mujer muy sencilla/ de bonita condición/ que siendo mi gran amiga/ me contaba y me contaba/ cualquiera preocupación. Fueron pasando los días/ y el cariño persistía (bis)/ como los rayos del sol/ al atravesar las nubes/ para brindarnos calor.

Uno no puede más que embelesarse y acompañarlo en silencio, evocando los tiempos en que la canción calaba los huesos de los adolescentes, removía el sentimiento de los adultos y alborotaba los recuerdos de los más viejos. Su entonación es la misma, con altos y bajos y esa nitidez de agua clara que matiza con un toque de romanticismo moderno.
Han pasado treinta y dos años y todavía esos versos entrañables envueltos con el acordeón de los hermanos Meriño se escuchan y se bailan y se cantan a coro en las tabernas de Valledupar, en los bares de Barranquilla, en las discotecas de Bogotá, en las parrandas de fin de semana animadas con el sonido estridente de las toyotas que abren sus cuatro puertas para que la voz de Brito sobrevuele la atmósfera en medio de una tenue brisa que la va apagando lentamente en la lejanía.

Silvio Brito se arrellana en la maríapalito tejida en mimbre, cruza sus piernas y entrecruza los dedos para proyectar la imagen de aquel cazador que duerme en su interior y que en ocasiones es su otro yo. Usted lo puede imaginar siempre como el descendiente lejano de un emperador negro perteneciente a la Mina de Maranhão que usaba su halcón de cetrería para cazar aves y pequeños cuadrúpedos.
Está vestido de blanco, como si fuera a partir dentro de poco a un culto afro-brasileño donde él podría oficiar de cantante lírico que calma con sus versos el llanto por la pérdida de las preciosas aves soltadas minutos antes de su llegada triunfal.

El sabe que sobrelleva una fama que a veces pesa como hierro sobre sus espaldas. Sabe, además, que afuera discuten ardorosamente si su canto es mejor que el de Jorge Oñate o si supera al de Poncho Zuleta.

Es consciente, eso sí, que figura entre los grandes y que, a la hora de los escalafones entre vallenatólogos desaforados, siempre está entre los tres primeros lugares. El ascenso lo fue logrando –un vuelo como el de las aves de cetrería– desde que grabó Llegaste a mí, esa composición de Roberto Calderón que marcaría el comienzo de una fulgurante carrera musical.En el año 73, Silvio Brito se fue a Bogotá con la esperanza de iniciar estudios universitarios.
Llevaba la semilla del canto vallenato y el recuerdo de las parrandas interminables de su padre, junto a Toño Salas, el viejo Emilianito y Chico Bolaños, tres músicos emblemáticos de aquellos tiempos. Sabía que era necesario alcanzar los más altos estudios y por eso había decidido sumergirse en aquella ciudad que parecía de ensueños.

No importó el frío sobrecogedor de los días sin final ni la bruma perpetua que le cubría los ojos, ni los infinitos paraguas negros que se desplegaban en las calles para amortiguar la lluvia.Poco a poco fue adentrándose en aquella especie de selva cruzada por cemento y casas tristes a lado y lado de las avenidas. Primero llegaron los amigos, todos costeños, alegres y bullangueros, amantes y cultores de esos cantos vallenatos que iniciaban una invasión musical sin precedentes en la historia de la capital.
Eran jóvenes como él, provincianos del Caribe remoto, estudiantes de todo y de nada, cantantes por necesidad, algunos; guacharaqueros sin ritmo, tocadores de caja y casanovas que buscaban abrirse paso en medio de un anonimato casi irremediable, otros.Después vinieron sus canciones y la esquiva fama. Hoy goza de ésta, de la buena: su interpretación del tema “Ausencia Sentimental”, de la autoría del compositor guajiro Rafael Manjarrés, fue declarado himno del Festival de La Leyenda Vallenata en su más reciente versión. Y eso, poco se sabe. Tampoco se sabe –o se sabe poco – que sus canciones se escuchan en México, Venezuela y Panamá, entre otros países.

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