Renuncio
hablar desde una posición de poder. Es cómodo y sienta bien presentarse frente
a cincuenta, doscientas, quinientas personas a la semana y desde un pequeño
pero duro tabique, colocarse sabedora de ciertos conocimientos y, por ende, de
ciertos privilegios que otorgan el que, a través de nuestras decisiones, le
digamos a Pedro o Lucia, que “merecen o no” acreditar la asignatura. La cuestión
es mucho más compleja. Somos efímeros acompañantes en un tránsito de su vida,
pletórico de dudas, rebeldías y confusiones. Ser solo una figura de autoridad y
medir desde el control y la obediencia, nos convierte en un riesgo potencial
para su normalización y eso implica una adaptación sin más al presente mundo,
ese que no se cuestiona, ese que se conforma con que las/los jóvenes “cumplan”
ciclos escolares o deserten de estos otros ejercicios de violencia, distintos
al de casa, pero también seriamente represivos. Las y los estudiantes con las
que comparto clases, no queremos ser parte de las estadísticas y de toda una
estructura que nos signa números y resultados cuantitativos. ¿Dónde entonces se
encuentra nuestro reto de cambiar al mundo, de hacer una revolución de la vida
cotidiana?
Renuncio
a circunscribir mi vocación docente al régimen gubernamental en turno, “ponerme
la camiseta” desde el sistema de competencias que el plan sexenal exige,
“mirarme como un agente del cambio” que coloca la postal mediática y justifica
presupuestos. Soy una profesora, y una humana que piensa que la dimensión de la
otredad es amplísima y sinuosa, precisamente por ello, con oportunidades magnificas
de compartir ideas, de abrir curiosidades, de invitar a reflexiones críticas
que traspasen un deber ser o una matrícula que recibe un salario cada quince
días.
Cuestionamos a los estudiantes,
cuestionamos a las autoridades y al sistema. No soslayaré lo cruento de la
situación actual en nuestro sistema educativo, pero también haré énfasis en
nuestro propio papel docente, por ello pregunto: ¿Cuándo nos toca nuestra
auto-crítica? He ahí uno de los retos principales que nos permitirían también
algunas claridades en satisfacciones aún no sospechadas. La renuncia al poder
que da la oportunidad de ser parte de su propio empoderamiento.
De entre muchas,
muchísimas personas de las que aprendo, pienso constantemente en una adolescente
pakistaní que a los dieciséis años dijo: “Tomemos nuestros libros y nuestros
lápices. Son nuestras armas más poderosas. Un niño, un maestro, un libro y un
lápiz pueden cambiar el mundo”. Ella Malala Yousafzai como muchísimas mujeres
que se les ha pretendido negar su derecho a estudiar, y que lo han defendido,
incluso hasta con su propia vida, han cambiado su mundo y también sin saberlo,
han cambiado el mundo, y nos han enseñado que en la educación está el germen de
una potencial transformación social.
Sin embargo, también renuncio a pensar
en un modelo único o en una respuesta que realmente haga de nuestro quehacer docente
una acción única y especial. No quiero enunciar verdades, sino participar en
una construcción permanente de hipótesis que, aunque tienen humana falibilidad,
también cisman y nos permiten cuestionar endebles certidumbres.
Mi nombre es Diana y dentro de las
decisiones importantes que he tomado en la vida, me dedico a ejercer la
docencia desde la filosofía, de ahí que sostengo: educar es otro modo de hacer
política, revisar desde la radicalidad, (es decir desde la raíz) el tipo de
relaciones que establecemos con los/as otros/as. Este es el espacio para
cuestionar por principio, el lugar de confort de poder-saber dixit, y comenzar
a plantear lo fundamental de la colectividad.
DIANA MARINA NERI ARRIAGA