Tenía nueve años y esa mañana
estaba dormida. Iba a la primaria, pero como mi turno “era el de la tarde” no
me enteré de modo directo, todo era muy borroso y mamá y papá (lo recuerdo muy bien) sacudían mi cuerpo
regordeto para salir corriendo.
Adormilados, escuchábamos
murmullos y llantos, pero nada estaba claro, nada entendía. Lo más nítido que
aparece en la revoltura mental es la de mis padres llorando y abrazados, en el
fondo un aderezo de diez de la mañana, con muchas mariposas y un sol radiante. Así era Morelos, lugar de acontecimientos
paradójicos. Pero más allá de las bardas caídas y calles fracturadas, se
respiraba mucha incertidumbre entre las personas que caminaban ruidosas y
pasmadas.
No había señal de televisión y
los teléfonos públicos (único medio de comunicación en la distancia) no
servían.
Mis papas lloraban más, y en el
transcurso de las horas se supo que toda nuestra familia de la ciudad monstruo
(así la recuerdo desde siempre) estaban bien, pero no así otros miles. Y mis
papas… lloraban.
Yo me inventaba historias sobre
el fin del mundo y una parte de mí, pequeñita pero potente estaba gustosa,
porque el fin del mundo implicaba ya no ser burlada en la escuela, tener por
fin un amigo. Eso me ponía feliz, me ponía triste.
El día veinte de septiembre, Elsa
cumple años y en esa ocasión, ante una niña de dos años había pastel de
chocolate muy cremosos que mamá había preparado. Era una noche opaca, la
conversación no fluía y el mundo no se estaba acabando, más bien algunos de sus
fragmentos caían en grandes pedazos.
Esa noche sentí una vergüenza doble:
no podíamos tener una sonrisa plena para festejar a mi hermosa hermana, hacerlo
me parecía desconsiderado (no tenía clara la noción de esa palabra pero sonaba
grandota) pero además, en cuanto la entraña de la tierra se comenzó –otra vez-
a revolver a las diecinueve cuarenta y cinco de la noche, salimos los cinco,
abrazados, fuerte, fuerte al centro del jardín y mientras llorábamos –otra vez-
me sentí tan egoísta (esa palabra sí tenía una contundente caracterización) de que ese pedacito de mí “el de la patita fea”
haya sido por un ratito más grande que las historias de los que ahora imaginaba
perdidos, con muchos tabiques encima, cubiertos de polvo y partes rotas. Muchas
mamás buscando a sus hijos, tal vez fragmentados, solitxs y sin abrazos, y una
palabra suavemente desgarradora: desesperación.
Ellos rezaban y mis hermanas y
yo, impávidas pensando que la casa se nos caería encima (¡Caray!-Niña-egoísta-pequeño-burguesa-que
sí tenía-casa-mientras-muchxs-lo-habían-perdido-todo).
La angustia de la ausencia, del nunca encontrar,
del ser un número más entre los desaparecidos. Pensaba tanto en muerte, que de recordarme a
los nueve años, y recordar lo que vivimos también ahora, me estremece.
Pasaron los días y mi papá quiso
ir al D.F a ayudar, pero muy rápidamente regreso con ronchas, mi mamá no me
dejaba ver la tele y la constante era otra vez el llanto.
Poquitos años después, ya de
puberta y robándome retazos del periódico “uno más uno” (había una sección del
sábado de contenido erótico que coordinaba Huberto Batis, que aunque no
entendía me parecía fascinante) vi imágenes del terremoto, me enteré de los
diversos modos de solidaridad entre las personas, leí historias de otrxs que se
seguían buscando a sus familiares, de héroes y heroínas anonimxs, de la rapiña,
y de lo que sin duda me hacía abrir los ojos grandotes y en ese tiempo sin
comprender: porque tantxs denunciaban a un señor canoso que hablaba de un
terremoto como sí "no-pasa-nada", que incluso mandaba a la ciudadanía
organizada desde la espontaneidad a sus casas y un estúpido mensaje de “ahí yo les hablo si se hace
falta”, al preguntar de quien se trataba, me contaron de la figura de "Presidente como representante del Estado” y desde ahí... comencé a desconfiar
de todo lo que eso significara. No
entendía del todo, pero veía y sentía la rabia de las personas alrededor y por
tanto puberta, insegura y con granitos en la cara también me enoje.
Pasaba los años y buscaba más
información, me hacía fantasías sobre las personas sepultadas y el estadio
lleno de cadáveres del que ahora es una plaza “famosa”, las últimas ideas de
quienes quedaron ahí entre los nunca encontrados de la ciudad monstruo, después
supe de Rockdrigo y de los niñxs en los cuneros, después la historia de las
compañeras costureras, de esas mujeres que dejaron morir por “rescatar” a las máquinas
de los empresarios, donde queda claro que la vida de las mujeres, las obreras,
las pobres, no vale, no existe siquiera para el capitalismo voraz. Para ese
entonces ya no estaba enojada, sino rabiosa, y la rabia se volvía llanto, y así
como espiral y otra vez.
Los días diecinueve y veinte de
septiembre de mil novecientos ochenta y cinco marcaron mi vida:
Vi a mis padres
abrazados y amorosos, me conocí egoísta y desconcertada, comencé a entender la
complejidad y chispa activa de la colectividad, inicie en el asomo de las historias
del mundo, y el nosotrxs ya no me sonaba una palabra bonita de los libros
infantiles, sino la posibilidad de saberme –también- en el mundo; me supe
macabra y fantasiosa, devoradora de historias de horror, me supe enojada,
rabiosa y belicosa contra las injusticias provocadas por un estado y el mundo
del dinero, y supe también que esa ciudad monstruo que en aquél tiempo, veía de
lejos, sería también mi casa: luz y oscuridad para los pasos cotidianos.