He de compartir que uno –entre tantos-
de los elementos que me fascinan de la construcción constante de lo que leo,
entiendo y encarno sobre feminismo, es la resignificación que hago
constantemente de las palabras. Cuando niña y aún joven, tenía cierta necedad
de usar eufemismos y le daba un uso “políticamente correcto”, así intentando “cumplir”
con algunas reglas del lenguaje, no caía en cuenta de lo colonizada que estaba;
sin embargo de un tiempo para acá y poco a poco, soy partidaria de corromper de
modo reflexivo y consciente las andanzas de un lenguaje “adecuado”, de reapropiarme
y con ello arrebatar a los machos, los insultos y palabras con un origen
patriarcal que pretendían ser burlas o vejaciones particularmente contra las
mujeres y en el contexto específicamente sexual.
Me gustan los disfemismos y también
me empodero con algunos de ellos. En un principio cuando escuchaba la palabra
PUTA, enfurecía y argumentaba con fuerza por su no utilización al ser ofensiva,
denostadora y muchos más etcéteras, sin embargo cuando leí sobre su fuerza etimológica
desde la Putza y su primer uso griego como “mujer sabia” me sentí contrariada
pero después tan contenta que la comencé a tomar como aspiración
erótica-social.
Palabras como verga, pucha,
papaya, puto, lencha, marica, guarra, pepa, culo, pito, entre una larga lista
de sinónimos son ahora parte de un vocabulario erótico/postporno personal y
consensuado, y precisamente de eso se trata: des-patriarcalizar, re-significar,
re-apropiar, y con un lenguaje vívido, edifico nuevos placeres auditivos, que
desde lo político me hacen gozar.
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