miércoles, 30 de abril de 2014

Yo fui una niña feliz, pero también fui una niña infeliz

Yo fui una niña feliz, pero también fui una niña infeliz. Mamá y Papá eran pacientes y muy amorosos, tenía algunas responsabilidades “extras” de hermana mayor, pero disfrutaba mucho de “sentirme” responsable y saber que podía abrazarlos apretado y consistente; los besos eran nuestros modo de decir a cada rato “te quiero”; pero ir a la escuela era muy difícil. En segundo año de primaria, me enamoré perdidamente de un amigo al que su mamá vestía de mujer, y a ambos nos gritaban muchos insultos. A él –decían- por ser gay y mí por gorda. Soñábamos en aquella época en que nos “casaríamos” para huir de ese mundo hostil y ante la imposibilidad, leíamos por horas “el libro de oro de los niños” para recrearnos un mundo distinto, pues ese en el que estábamos dolía mucho. Ahí aprendí a llorar, aprendí a entender la vulnerabilidad del otro, al que sus sonrisas y juegos no le fueron suficientes.

No tenía o no recuerdo, amigxs entrañables en ésta época, sólo dos chicas que me rondaban por etapas; la primera de ellas, se reía a carcajadas cuando azotaba una y otra vez  en el “resorte”; la otra, que se hizo novia al otro día de que le presentará al que en aquella época llamaba “el hombre de mi vida”. Si he de confesarlo, hablaba así, en tan horrorosos términos.

Luego en cuarto y para rematar en sexto de primaria era un rehén convencional del “amor romántico”, y aquellos chicos por los que mis ojos suspiraban, se acercaban muy amistosos –claro-  cuando les pasaba la tarea o les soplaba el examen, pero no cuando salíamos al patio, ahí aprovechaban para decir en coro el apodo que un niño de nombre Francisco en sexto me puso,  precisamente y a propósito de que le “confesara” que no me gustaba que me dijeran gorda, por lo que opto en aconsejar a sus amigos  y gritar en conjunto: “Keiko la ballena, te espero en reino aventura”.

Y que decir de la maestra de sexto, que siempre nos hablaba de la “monstruosidad” de la menstruación, nos separaba a niños y niñas, para hablar de lo “triste e inevitable del sexo” y a la hora de educación física, me sentaba varias horas en las gradas, sin poder correr. Al preguntar  el por qué sólo contestaba: “tienes asma mi vida, y eso te hace invalida”. Por ello mi apodo de Keiko, creció.

Después a los doce años, una historia compartida de abuso en el que un primo mayor quiso ser el protagonista, de la que ahora no hablaré.

Sin embargo, no me sentía con derecho a la queja, a la congoja, había una compañera que llegaba con la marca de la plancha en el brazo, porque su mamá la había encontrado comiendo dulces; había otro que nos molestaba a todxs eructando “consomé de pollo” pero era su modo de divertirse después de trabajar todas las mañanas como jornalero con su papá, abandono la escuela en quinto año; había una chica que envidiaba mucho por bonita, porque a los primeros púberes ya les movía el gran tapete de la ilusión, pero fue a la ceremonia de despedida de sexto con su “panza” de embarazada y mucho tiempo después nos enteramos, que su padrastro la violaba y ante la llegada del hijo, la mamá la había corrido de casa.

Esa es parte de la infancia que viví, también mediatizada, patriarcal y mercantil. Añoraba las barbies y veía Candy Bell, mi madre y padre, nos regalaban “juegos de té para la comidita” y “hermosas muñecas” todo ello con la mejor intención, creían “consentirnos” pero de modo inconsciente hacían trabajo de adoctrinamiento para el mundo venidero, a veces jugaba, a veces no. Me parecía injusto que allá afuera, hubiese niñxs sin juguetes, sin papás, sin brincos locos, me enojaba mucho que se hiciera constantemente chistes a costa de las niñas, no entendía porque si todos los niñxs éramos iguales, unos tenían casa y otros no, y vivía indignada porque pensaba que el mundo de adulta que me esperaba podía parecerse al de Ana Frank, a la que le lloraba muchas noches. Ya tenía en ciernes una pequeña Mafalda, pero todavía era tímida y en mis grandes trenzas y lentes apenas se asomaba todavía en voz bajita que decía: algún día voy a cambiar todo esto que no me gusta.

Aún estoy lejos, muy lejos de cambiar eso que no me gusta del mundo (y que soberbia pretender hacerlo sola), pero ya hoy me he reconciliado con mi mundo (y no es por nada, pero a veces está re chulo), pero particularmente con esa niña que tenía culpa y timidez, con esa niña que le daba mucha pena que le pudieran ver los calzones, ya me reconcilie con mi Dianita, y a ella hoy abrazo con mucha fuerza.
Salud!  

p.d Aún me encanta Heidi y sigo siendo la cabrita, pero ahora sí vomito sobre los príncipes y las princesas.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy interesante este blog encontrado por casualidad. Yo también fui una niña tímida, con más verguenza que timidez en realidad. Ser niña o mujer en mi casa era ser inferior, las demostraciones de cariño eran objeto de burla, cualquier actitud femenina, sintoma de debilidad... lo que no se es como sobreviví a aquellos desdichados años. Después de mucho tiempo descubrí la causa de mi desmotivación, de mi dejadez, del abandono de la niña o mujer que llevaba dentro. Asco de sociedad patriarcal. Aun así es dificil recobrar la alegria cuando se perdió la inocencia tan pronto. Eva.

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