Enseñar implica poner en marcha un mapa de tentativas y entre esos vericuetos, la cuestión se complejiza: ¿Quiero en mi vida, seguir siendo una obrera del conocimiento instrumental que a diario ve a más de 400 estudiantes y que aún con mucha emoción y casi baile, desde mi mitad narciso, mitad convicción política construyo discursos que pretenden disentir, transgredir, romper el piso institucional de lo que la academia espera, pero que a veces es recibida con brazos cruzados, celulares en la mano, chistes sexistas, despliegue de violencia en el lenguaje?
¿Qué hacer ante la precariedad que me hace comenzar cotidianamente a las siete de la mañana y cerrar mi clase de viernes por la noche a las diez?
¿Dónde la ociosidad maravillosa que permite pensar por sí, proponer, crear nuevas pautas, conceptos, categorías?
¿Dónde la posibilidad mínima de una habitación propia?
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